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Violencia política en América Latina: una amenaza persistente a la democracia

RENÉ SANTIAGO

La violencia política en América Latina ha sido una constante histórica que, lejos de disminuir, parece adaptarse a las nuevas dinámicas sociales y políticas del siglo XXI. Desde regímenes autoritarios hasta democracias en proceso de consolidación, la región ha vivido una sucesión de hechos violentos dirigidos contra líderes políticos, periodistas, activistas y funcionarios públicos. Uno de los casos más recientes que reaviva este debate es el atentado fallido contra el actual senador colombiano Miguel Uribe Turbay, un hecho que vuelve a poner en el centro del análisis los peligros que enfrentan las figuras políticas en Latinoamérica.

El 5 de junio de 2025, en un evento público en Antioquia, Colombia, Uribe fue blanco de un ataque con arma de fuego mientras se encontraba rodeado de simpatizantes. Aunque el ataque no logró su cometido y el senador resultó ileso, el incidente ha generado una ola de preocupación tanto en Colombia como en otros países de la región. Las autoridades colombianas confirmaron que se trató de un atentado premeditado, y aunque se ha abierto una investigación formal, aún no se esclarecen por completo los motivos ni los responsables intelectuales del ataque.

Este tipo de hechos no son aislados. Por el contrario, forman parte de un patrón preocupante que ha venido aumentando en las últimas décadas, en el que los actores políticos son blanco de amenazas, atentados e incluso asesinatos, como fue el caso del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio, asesinado en agosto de 2023 durante la campaña electoral. También está el reciente asesinato de varios alcaldes y candidatos municipales en México en el marco del proceso electoral de 2024, así como los ataques y amenazas sufridas por líderes sociales en Brasil, Perú y El Salvador.

Una región marcada por la violencia estructural

La violencia política en América Latina tiene raíces profundas. En muchos casos, se vincula a la fragilidad institucional, la corrupción, la impunidad y la convivencia de actores armados ilegales —como el narcotráfico, las pandillas y grupos paramilitares— con el sistema político. Estas organizaciones no solo ejercen presión sobre los procesos democráticos, sino que también buscan incidir en la toma de decisiones públicas a través de la coacción o la eliminación física de opositores.

En países como Colombia, la violencia política ha sido parte de su historia reciente, con más de medio siglo de conflicto armado interno que ha costado la vida a miles de líderes sociales, excombatientes y representantes políticos. Si bien el acuerdo de paz firmado en 2016 entre el gobierno y las FARC fue un paso crucial hacia la pacificación, lo cierto es que la violencia no ha desaparecido del todo. Nuevos actores armados, disidencias y estructuras criminales han ocupado los territorios dejados por las guerrillas, generando nuevas amenazas.

En este contexto, el atentado contra Uribe —quien fue una figura clave durante los años más intensos del conflicto y ha sido un político profundamente polarizador— refleja también el alto grado de tensión política que vive el país. La figura de Uribe divide opiniones: mientras que para muchos representa la mano dura contra la insurgencia y el crimen, para otros es símbolo de autoritarismo, corrupción y violaciones a los derechos humanos. Esta polarización ha exacerbado el discurso de odio y ha abonado el terreno para justificar la violencia.

Violencia y democracia: una relación incompatible

La violencia contra políticos no solo atenta contra la integridad física de las personas, sino que pone en jaque el funcionamiento de la democracia. Cuando un actor político es silenciado mediante la fuerza, se vulnera el principio de representación y se altera la voluntad popular. En muchos casos, estas agresiones generan un efecto inhibidor: candidatos prefieren no postularse, funcionarios renuncian, y la ciudadanía se aleja de los procesos electorales por miedo o desconfianza.

El informe “Violencia política en América Latina 2023” del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA Internacional) señala que en al menos nueve países de la región se registraron asesinatos o amenazas contra candidatos o funcionarios durante procesos electorales recientes. México, Colombia, Honduras y Brasil aparecen como los países con mayores índices de violencia electoral.

En este panorama, los gobiernos democráticos tienen el desafío urgente de garantizar la seguridad de quienes participan en la vida pública, sin importar su filiación política. Ello implica fortalecer las instituciones judiciales, depurar los cuerpos de seguridad, desmantelar redes criminales y promover una cultura de respeto por la diferencia y el disenso.

Medios, redes y polarización

Otro factor que no puede soslayarse es el papel de los medios de comunicación y las redes sociales en la configuración del clima político. La sobreexposición de los políticos, los discursos de odio, la desinformación y la polarización exacerbada han contribuido a un ambiente de hostilidad constante. En lugar de canales para el debate democrático, muchos espacios se han convertido en zonas de linchamiento digital, donde se alimenta la intolerancia y se deshumaniza al adversario político.

El caso de Uribe es ilustrativo en este sentido: su figura ha sido objeto de innumerables campañas tanto de apoyo fervoroso como de ataques virulentos, muchas veces desprovistos de argumentos racionales. Esta lógica de “amigo o enemigo” debilita los fundamentos del diálogo democrático y normaliza la violencia como forma de resolución de conflictos.

Conclusiones y desafíos

El atentado contra Miguel Uribe Turbay no puede ser visto como un caso aislado ni reducido a una disputa partidista. Se trata de un síntoma más de la grave crisis de seguridad, institucionalidad y convivencia democrática que vive América Latina. La región debe asumir con seriedad la necesidad de proteger a sus líderes políticos, pero también de transformar las condiciones estructurales que permiten que la violencia siga siendo una herramienta de disputa de poder.

Es fundamental promover reformas institucionales que fortalezcan el Estado de derecho, fomentar una cultura política basada en la tolerancia y la pluralidad, y recuperar el valor de la política como servicio público y no como campo de guerra.

La violencia política es incompatible con la democracia. Mientras no se desactive esta lógica, los procesos democráticos en América Latina seguirán siendo frágiles, y los ciudadanos continuarán pagando el precio de una política que, en lugar de representar sus intereses, termina convirtiéndose en una amenaza para su seguridad.

El Pueblo con la 4T

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